El original de este artículo será publicado en el número 205 de la Revista Estrategas.
Desde mediados del siglo pasado, los economistas han estado trabajando en la teoría de las decisiones en entornos de riesgo estudiando la función de utilidad de los inversores y su coeficiente de aversión al riesgo. A fines de la década del setenta, dos psicólogos, Daniel Kahneman y Amos Tversky, tras recopilar información del comportamiento de los agentes económicos en una serie de experimentos, demostraron la inconsistencia de la teoría generalmente aceptada hasta el momento, y propusieron una teoría alternativa, la llamada Prospect Theory, que nos ayuda a comprender mejor las decisiones bajo incertidumbre. Así aprendimos, entre otras cosas, que la aversión al riesgo no es la misma frente a las ganancias que frente a las pérdidas, que la misma cambia frente a diferentes niveles de riqueza, etc. Sabemos también, que una persona, puede ser amante del riesgo en algunos aspectos de su vida, y averso al riesgo en otros. Hay abundante evidencia anecdótica de gente que es aversa al riesgo en su portafolio de inversiones pero practica deportes de alto riesgo (o viceversa). De hecho, la aversión al riesgo depende, al menos en parte, de la manera en la que el cerebro humano decodifica las señales de riesgo que recibe del entorno.
Frente a un riesgo, tenemos tres posibles alternativas de estrategia de respuesta:
- Transferir
- Asumir y mitigar
- Evitar
Transferir un riesgo implica conseguir que un tercero se haga cargo del mismo. Normalmente lo hace contra una retribución (económica o de otra índole)
Asumir un riesgo implica que la persona va a hacer frente al evento de riesgo en caso de que este ocurra. Por lo general implica la necesidad de prepararse para poder asumirlo de manera adecuada, lo que normalmente implica tener alertas tempranas, o “ver el riesgo antes de que ocurra”, y estar en condiciones de asumir su potencial impacto. Asumir, o transferir un riesgo, no son decisiones mutuamente excluyentes, sino que suelen ser complementarias. Es común ver riesgos que se transfieren parcialmente asumiendo la porción residual del mismo, por ejemplo en las coberturas de automotores todo riesgo con franquicia, la persona transfiere a la compañía de seguros el riesgo del siniestro, pero asume una parte, la del valor de la franquicia.
La tercera estrategia es la de evitar el riesgo, es decir, no realizar aquella actividad que lo genera. Frente a riesgos que no podemos transferir, ya sea por imposibilidad de conseguir un tomador o porque el costo de hacerlo es demasiado elevado, se puede decidir no realizar la actividad y evitar el riesgo. Esto tiene el costo de no realizar la actividad.
Como vemos las posibles reacciones frente al riesgo, tienen un costo asociado, que depende de la estrategia seleccionada. Una vez identificado el riesgo, la persona va a tener que tomar una decisión al respecto, que tendrá en cuenta algunos factores:
- La percepción de la probabilidad de ocurrencia del riesgo
- La percepción del posible impacto del riesgo en caso de materializarse, y de mi capacidad de hacerle frente
- La percepción del costo, y la efectividad, de la estrategia elegida para enfrentarlo
Y acá es donde los sesgos cognitivos juegan un papel importante. Dado que los tres puntos anteriores mencionan percepciones, es necesario comprender la manera en la que éstas influencian nuestras decisiones.
Los sesgos hacen que yo subvalore o sobrevalore: (i) la probabilidad de ocurrencia de un evento; (ii) la magnitud del impacto, (iii) mi capacidad de hacerle frente, (iv) el costo de la estrategia seleccionada, y (v) la efectividad de la misma. Esto explica por qué diferentes actores toman distintas decisiones en situaciones similares.
El ejemplo más sencillo es el del cinturón de seguridad en un vehículo. Está probado que en caso de un accidente salva vidas humanas, sin embargo, hasta que la policía no comenzó a poner multas, y los fabricantes de autos no pusieron avisos y sonidos molestos si no se usa el cinturón, la gente seguía sin usarlo. Y el dato interesante es que el uso del mismo es totalmente gratuito. Por supuesto que el conductor suele tener un sesgo de exceso de confianza en sus capacidades de conducir, y un sesgo de minimizar la probabilidad y los efectos de un eventual accidente.
El piloto del avión en el que viajaba el plantel del Chapecoense el 28 de noviembre de 2016, probablemente haya incurrido en un sesgo similar cuando decidió salir sin el combustible necesario para llegar a un aeropuerto alternativo y tener la media hora adicional de autonomía que exige la regulación aeronáutica. Podríamos decir algo similar respecto del piloto del vuelo 3142 de LAPA que el 31 de agosto de 1999, decidió no seguir todos los protocolos de seguridad y olvidó extender los flaps antes del despegue.
Los montañistas que el 10 de mayo de 1996 decidieron acometer el asalto final a la cumbre del Monte Everest a pesar de que se había pasado la hora prudente para iniciar el descenso incurrieron en los mismos sesgos. Varias de las ocho muertes de esa fatídica noche se podrían haber evitado si hubieran actuado de manera diferente.
La lista puede seguir casi de manera indefinida, desde el conductor que piensa que no es problema conducir habiendo tomado alcohol, o el obrero que decide no usar el arnés de seguridad en altura, etc. Siempre tenemos sesgos que afectan nuestra capacidad de decidir frente a un riesgo debidamente identificado, y contando con las herramientas de mitigación adecuadas. Lo que suele fallar es la toma de decisiones por causa de los sesgos que no nos permiten decidir adecuadamente.
La probabilidad de incurrir en sesgos que afecten nuestra toma de decisiones depende de varios factores, entre ellos, la ansiedad o preocupación que nos genera un proyecto. Un paseo por una colina cercana nos va a generar menos ansiedad y preocupación que una expedición al Himalaya. A menor percepción del riesgo, mayor confianza en nuestras capacidades de manejar fácilmente la situación. Alfredo Barragán, capitán de la célebre Expedición Atlantis, habla de la diferencia entre los expedicionarios (quienes salen al mar sabiendo lo que va a pasar) y los aventureros (que salen al mar a ver que va a pasar). Cuanto más confiemos en nuestras habilidades o subestimemos las posibles complicaciones, tendremos un mayor sesgo hacia el aventurero.
Es bastante sencillo tener la sensación de que lo vamos a poder resolver un problema sin mayores complicaciones cuando se trata de lo que hacemos habitualmente, como por ejemplo dirigir una empresa, sobre todo si tenemos ya unos cuantos años de experiencia y de éxitos en nuestras espaldas.
Los invito entonces a pensar si cuando tomamos la decisión de transferir, asumir, o evitar un riesgo, estamos valorando correctamente o si los sesgos están afectando nuestra capacidad de tomar decisiones.
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